sábado, 25 de agosto de 2012

La calle de los olvidos




En la calle de los Olvidos, el tiempo no tiene prisa en pasar.Las horas se muestran lentas y los segundos, no molestan en vanidades.La calle es larga, franqueada por árboles que a fuerza de tezón, se empeñan en sobrevivir y en dar sombra a las almas ahí vivientes.Hay tiendecitas pequeñas, dónde se atisba un rastro del pasado, con mostradores de madera añeja, olor a olvido y sonrisas débiles.Entre sus edifícios de pintura descolorida, balcones tétricos y portales oscuros, se esconde una panadería, que cada mañana huele a pan recién hecho, a brioche calentito y que invita al transeúnte a probar bocado antes del almuerzo.En una de las esquinas de la calle de los Olvidos, está el bar El Tragasueños, que al entrar, la vista se acomoda a la penumbra y el olfato aspira el olor dulzón del vino, mezclado con melancolía y añoranza.



En esa calle, en la calle de los Olvidos, conviven varias almas, entre ellas Matilde, célebre en todo el barrio, por haber sido una de las mejores voces soprano de todos los tiempos.Matilde ocupa con toda su opulencia un asiento en el bar y recuerda, una y otra vez, a todo aquél que la quiera escuchar, lo que un día fue y mientras se le escapa una lagrimilla y mira con tristeza su copa medio vacía, canta una aria.Le acompaña en despropósitos Fermín, hombre de andares lentos, mirada furtiva y pelo ralo.En tiempos mozos, tallaba con esmero la madera noble, dando forma a figuras del santoral, que luego vendia a las beatas de la calle.Cierto día, desapareció sin que nadie le hechara en falta, para volver al tiempo con la espalda marcada y la sonrisa apretada.Dicen, que se lo habían llevado una noche la polícia, pues entre tallaje y tallaje, repartía octavillas contra el dictador y que alguién, nunca se supo quién, le denunció:tal vez por envidia, tal vez por unas perras chicas.Lo que ahí vió o lo que le hicieron, nunca lo dijo, pero lo cierto es, que dónde antes hubo una sonrisa afable, ahora se dibujaba una mueca, rodeada de arrugas.
En uno de los balcones de un edifício de la otra esquina, se sienta todas las mañanas a tomar el fresco, doña Mercedes, que outrora fuera una dama de alta alcurnía, con sus tés de las cinco y sus cuellos de baptista, primorosamente bordados por las Carmelitas y todo lo dejó por un amor, fugandose sin que nadie se diera cuenta y casandose con el hombre que le había robado el corazón y la virtud, en una parróquia de cuyo pueblo no quiere recordar el nombre.El amor en cuestión resultó un mala vida, que sólo le dió quehaceres y lamentos, teniendo que buscar trabajo para llevar un sustento al estómago.De tanto fregar suelos ajenos, las manos se le pusieron como garfios y las rodillas le fallaron y con el paso del tiempo, su carácter afable y timido, dió lugar a una mujer ágria, seca y mezquina.La cuida su hija Azucena, única herencia de ese mal amor que la llevó a perder la cabeza.Es esta todo lo contrario de la madre, soñadora y bondadosa, que nada dice ni lamenta, dando cuenta de sus quehaceres domésticos y de los caprichos de una madre mezquina, sin que por ello pierda la ilusión de encontrar algún día, al galán que tantas veces ha leído en las novelas de romance que le presta a hurtadillas el librero de la calle.
Entre la panadería y un decrépido edifício, está la droguería de don Anselmo.Cuándo aún el gallo no ha cantado, ya él anda en su tiendecilla planeando el día y ordenando sus estanterías.De día, es el hosco droguero que vende las pócimas, los desinfectantes, los alcoholes y los polvos mágicos a las señoras imprevisibles y de noche, cuando ya la luna se asoma, cierra su tiendecilla y se vá con caminar rápido a su casa.Ahí cena frugalmente, para luego salir de incógnito y amparado en la oscuridad y se dirige a un punto de la ciudad, para dar rienda suelta a sus instintos más salvajes con algún mozo de figura esbelta.Nadie sabe de su vicio y no quiere él que se sepa, pues bien sabido es, que tales actos no son reconocidos en el santo cielo.
Al final de la calle, entre la carnicería y un edifício pintado de azul, ( único color en toda la calle ), hay una casita de muros comidos por la maleza, con el techo pidiendo arreglos que nunca vienen y franqueada por una puerta, a la que le falta una bisagra.




Ahí vive, entre gatos y demá seres irreconocibles, doña Purificación, mujer pequeña, enjuta y de mirada pérfida, que siempre vá de luto y con un bolso enorme en la mano.No hay nada que se le escape a su mirada y emite, a quién la quiera oír, las profecías más desvastadoras.Cada domingo vá a misa de doce y se arrodilla en el último banco, ante el Padre de todos los padres y reza sin cansacio, los avemarías y padrenuestros aprendidos en su niñez.Su boca nunca ha conocido un beso y el único varón que se prestó a hacerlo, la dejó plantada en el altar, alegando que le era imposible convivir con una mujer de semejante acidez.Se sabe que desde entonces, doña Purificación empezó a vestirse de luto por el hombre que la había abandonado, pues para ella, él había muerto y se adjudicó una viudez, sin haberse casado jamás.
En la calle, también habita Gaspar, único varón en edad pueril, que tiene por aficción, descuartizar todo bicho viviente de cuatro patas.Mientras practica el descuartizamiento, no para de babear y sus ojos bizcos, se concentran para acometer tal azaña.Su madre, la Virtudes, hace las veces de meretriz menor, con todo aquél que le dé unas monedas y una copa de aguardiente, pues sólo así, dice, olvida por momentos lo que es criar sola un hijo deficiente, de cuyo padre no recuerda quién fue:tal vez un cliente de cuando ella era la mejor meretriz de toda la ciudad o tal vez, un marinero de paso, al que le alivió sus penas en algún momento.Ahora, con las carnes ya raídas y el púbis en decadencia, tan solo aspira a ser parte de los sueños eróticos de algún impávido de la calle de los Olvidos.
Con andar penoso y joroba de camello, está Anselmo, que huye de todo contacto humano y nunca dá la mano al saludar, inclinando la cabeza al saludo.Sólo sale por la mañana temprano para comprar el pan y otros comestibles y se toma un café en el bar El Tragasueños, haciendo todo lo posible para que nadie le roze, para luego, refugiarse en su casa y no salir ya en todo el día.Nadie sabe de su vida y él, parco en palabras, nada cuenta.
Esta es la calle de los Olvidos, con sus habitantes.Puede ser una calle cualquiera, en una ciudad cualquiera.Tal vez esté en dónde uno vive o, tal vez, la hayamos cruzado sin darnos cuenta de las almas ahí vivientes, mas lo cierto es, que esta calle, existe en algún lugar.

miércoles, 15 de agosto de 2012

Vidas paralelas

Germán tiene cuarenta y ocho años.Lleva toda su vida trabajando creando edificios de ladrillos para los demás, hasta que la crisis se cebó con él y se vió metido en una espiral de contradicciones.Tiene tres hijos, todos ellos en edad de jugar en un parque y hacer castillos de arena.Su mujer, se busca la vida limpiando escaleras y planchando ropa ajena.Llega el día en que ya no pueden pagar su sueño y piden ayuda a las administraciones pertinentes, para así, de algún modo, dar cobijo a sus vástagos y no tengan que pasar la fatiga de dormir en la calle.Van de puerta en puerta, de ventana en ventana y siempre le dicen lo mismo:vengan mañana a ver que podemos hacer. Pasan dos meses hasta que lo inevitable pasó:sus intimidades, sus sueños, sus ropajes, fueron a parar sin mimo alguno al contenedor de basura.Buscó nuevamente quién le ayudara, gritó silenciosamente que les dieran un techo, que tenía tres hijos pequeños.La respuesta:no tiene los requisitos suficientes para que les demos viviendas.El vivir en la calle con tres niños, no suma los suficientes puntos para adquirir una vivienda social.Germán, tranquilo y sin hacer más ruído, se marcha de la administración, camina a paso relajado por la calle Mayor, entra en una ferretería y compra cuerda.Cuando sale, mira el cielo y por vez primera en mucho tiempo, se relaja, cierra los ojos y siente como los rayos del sol le acarician la cara.Sabe que su mujer le espera con los niños en el descampado que hay al lado de un banco, con el almuerzo preparado.Vuelve nuevamente a caminar a paso tranquilo y se encamina al parque que tantas veces llevó a sus niños a jugar.Se sienta en un banco y observa con nostálgia los árboles, grandes acirones que dan sombra a aquellos que la buscan en épocas de calor extremo.Recuerda que ahí, en ese parque, le enseñó a su hijo mayor a montar en bici, en como su niña, la pequeña, aprendió a dar sus primeros pasos entre los columpios y  recuerda, con una sonrisa en los lábios, cuando su hijo mediano le trajo como trofeo, una lagartija medio descuartizada.Y recuerda, ya con lágrimas en los ojos, que eran otros tiempos, otra época, en que todo estaba bien, en que el banco era su amigo y el pan no faltaba nunca en las comidas.Se levanta, se acerca a un árbol y con parsimonia, cuelga la cuerda que compró momentos antes en la ferretería y se despide del sol, del parque y de sus recuerdos.



Rosa, Carmen, Dolores y Asunción, son dos hermanas, una prima y una amiga que viven juntas en un piso soleado de la calle Chamberí.Dolores y Rosa, son las hermanas octogenárias y cobran una pensión escuálida, fruto de sus esfuerzos de cuando eran gallardas y trabajaban en los campos andaluces recogiendo aceitunas.Asunción, una prima que al quedarse viuda, se fue a la capital en busca de consuelo y otros quehaceres y las hermanas la acogieron con cariño y mimo.Asunción, limpiaba las casas señoriales para así, aumentar parduscamente su pensión de viudedad y poder contribuír a los gastos de la casa.La crisis le pilló con sesenta y cinco años, sin casas señoriales que limpiar y sin saber leer la letra pequeña.Carmen tiene sesenta y siete años, amiga de toda la vida de Dolores y Rosa.Trabajaba en un taller de costura, hasta que la dueña ya no recibió más encargos e hizo recortes en la plantilla, siendo Carmen, la última en tener que cerrar su costurero por tiempo indefinido.Llevaba trabajando más de veinte años en el taller y nunca cotizó un solo día, viendose ahora, sin poder cobrar más que una triste pensión social para mayores de sesenta años, no sobrepasando los trescientos cincuenta euros mensuales.Las cuatro juntas, intentan sobrevivir al día a día, en la incertidumbre de no saber que comer al día siguiente y sin entender, el porqué les recortan sus pensiones, ya de por sí escasas.No saben lo importante que es en sus vidas la prima de riesgo ni entienden, la locura desatada en el país por salvar bancos en quiebra, el porqué ahora, tienen que pagar más por las medicinas de Dolores, que tanto las necesita para que su cuerpo asimile el paso del tiempo o el porqué de la subida del IVA.No saben que están jugando a la ruleta rusa sin permiso alguno con sus vidas y se ven, un día caluroso, en la calle, rodeadas de coches, de gente desconocida que pasa de largo sin pararse en mirarlas a los ojos, con sus enseres diestramente ordenados en un rincón y Dolores sentada en la única butaca que le dejaron rescatar de entre el desahucio.Así llevan cuatro meses, soportando con valentía el calor, el bochorno de que las vean sin verlas, de que sus bragas y sostenes, estén colgados en una cuerda invisible, para que los ciegos las puedan observar a su antojo.Mientras, los reyes de reyes, chapotean a gusto en las playas mediterráneas y almuerzan fresquitos en algún restaurante de alto cupé.



Pedro entra en un supermercado.Coge una cesta y camina presuroso por los pasillos en busca de lo necesário.Vá metiendo con torpeza dos barras de pan, un litro de leche, un paquete de pañales y dos yogures.Se encamina a la caja con paso nervioso, mirando de soslayo a los que le rodean.La cajera pasa la compra y le dice con voz anodina, el total: quince con treinta, por favor.Pedro, torpemente y ruborizado, le dice a la cajera que no tiene dinero para pagar la compra, que entienda por favor, que en casa tiene un bebé de siete meses llorando sin parar, pues lleva un día sin comer, al igual que su hermano de dos años, Que tan sólo quiere lo que ha puesto encima de la cinta y que nada más que pueda, le paga los quince con treinta de la compra.Que lleva en paro más de dos años, que su mujer no encuentra más escaleras que fregar y que su familia ya no le puede ayudar más.Que él antes era comerciante y su mujer trabajaba en una empresa de informática, pero con la crisis, se vieron en la calle y sin casa, teniendo que vender todo lo posible para poder subsistir, hasta que el paro de ambos se agotó, las ayudas se agotaron y ya no le daban más que facturas por pagar.Detrás de él, la cola se iba formando con otros compradores y todos ellos, pendientes de la conversación que Pedro mantenía con la cajera.Entienda señorita, que no puedo escuchar más el llanto de mis niños por el hambre acaecida, que mi mujer está de los nervios, de ver como sus niños le suplican un mendrugo de pan.La cajera, inmutable, le dice que ese no era su problema y que tiene que pagar la compra o llama a la policía, que no eran una ONG y si no, que no hubiese tenido niños.Pedro insiste, apela a la humanidad, si la hubiera de la cajera.Los demás compradores se impacientan;quieren pagar y salir del supermercado, para no ver la verguenza de la pobreza.A los pocos minutos y sin saber como, llegan dos policías, locales, y la cajera les cuenta con gesto altanero, que ese señor se quiere llevar la compra sin pagar, que ella no tiene la culpa de sus problemas ni de los llantos de sus niños hambrientos.Pedro, una vez más, se rebaja con rubor e intenta explicarles a los policías el porqué de su atrevimiento.Los policías se miran, preguntan a cuanto asciende el total de la compra.La cajera se lo dice:quince con treinta.Uno de ellos saca la cartera y paga la compra, para estupor de la cajera y alivio de Pedro.